jueves, agosto 18, 2005

KRAKATOA

I

Era una de tantas noches. Las calles oscuras, solitarias cuando cae el sol, miraban sorprendidas a un individuo que vagaba bajo la tenue y parpadeante luz de las pocas farolas que aún permanecían intactas. La lluvia arreciaba con fuerza sobre los viejos edificios, amontonados uno al lado del otro: pequeños, sucios, simétricamente repugnantes. El sonido incesante de las miles de gotas que caían de un cielo amenazador estrellándose contra esta frustrante arquitectura era la única compañía de aquel hombre.

Y aquel hombre era yo. Solitario, una vez más, caminaba bajo el aguacero como si nada hubiera ocurrido, sin sospechar que lo acontecido minutos antes desembocaría en mi futura muerte…

Había pasado unas horas en mi casa con una mujer que ya no me satisfacía, por lo que decidí abandonarla. El problema, quizá, fuera que ella estuviera enamorada de mí, pero el caso es que no le sentaron nada bien mis palabras.

Pasaban unos pocos minutos de medianoche cuando me decidí a decírselo. Tras recoger mi gabardina del suelo, y colocarla a los pies de la cama me dirigí a la mesa para servirme una copa de mi mejor whisky. Sandra estaba en la cama, tumbada, fumando su habitual cigarrillo y hablando con alguien por teléfono a pesar de que sabía perfectamente que me ponía enfermo no saber con quién lo hacía. Hablaba continuamente con alguien y nunca me decía con quién, lo cual empezaba a mosquearme, y eso a ella le hacía sentirse mejor.

Quizá por ello no me importó interrumpir la conversación que ella mantenía medio cubierta por las revueltas sábanas de mi cama. Me sorprendí al ver cómo mis palabras fluían con insospechada naturalidad a la vez que me servía la primera copa de la noche. Dándole la espalda, con una frialdad que hasta a mi mismo me produjo escalofríos, le pedí que dejáramos de vernos porque su compañía no me llenaba lo suficiente y la quería demasiado para hacerle daño.

“Mentiroso”, pensaba yo en silencio mientras escuchaba a Sandra despedirse del que yo intuía debía ser su desconocido amante. “Si no sabes nada de ella”. Yo continuaba buscando excusas en mi cabeza para lo que estaba haciendo. “Simplemente la has utilizado para pasar algunas noches y dar envidia a todos esos babosos del “Krakatoa” que matarían por una mujer así. ¿Qué coño te importaba a ti esta tía? El moreno que tanto te gustaba de su piel había desaparecido con el tiempo, quizá por culpa de esta fría y deprimente ciudad.”

Yo sólo sabía su nombre y que aquella mirada de pasionales ojos color miel que tanto me gustaba había dejado paso a una melancólica mirada de tristes destellos de frialdad y pinceladas de verde esperanza; la mirada de alguien que no ama ni su propia vida. Como yo, sólo que yo sí amo mi vida. A la que nunca había amado era a Sandra, y nunca la amaría. Nunca la había querido ni la había tratado de manera especial. Lo único que yo sentía por aquella atractiva joven era un irrefrenable deseo sexual; tan solo la deseaba, pero me importaba una mierda lo que le pasara. Y ahora ya ni en la cama me daba lo que necesitaba. Pero no quería ser un cerdo, al fin y al cabo las mujeres tienen corazón, aunque en ocasiones sea de hielo. Por eso no quería decirle todo lo que os cuento a vosotros.

Pero antes de terminar mis devaneos mentales, volví a la tierra. Sandra llevaba un rato chillándome y yo seguía dándole la espalda, lugar que de pronto sintió cómo se estrellaba el cigarrillo que la mujer que estaba en mi cama sacaba de sus labios como yo la intentaba sacar a ella de mi vida.

Apenas noté algo de ceniza caer por mi espalda, pero fue suficiente para girarme consciente de mi falta de respeto. Parece ser que ella también se había percatado de ese detalle, porque mientras yo me giraba analizando la frialdad de mis palabras, ella se levantó y se acercó a mí estirando hacia atrás su mano derecha con la que me devolvió a mi punto de inicio gracias a un tremendo manotazo en la mejilla derecha, provocando que la mitad de mi copa recién servida cayera sobre el suelo enmoquetado, a punto de manchar mi gabardina que luchaba por mantenerse al borde de la cama sin caer al suelo.

Cuando quise reaccionar ya era demasiado tarde. Había alcanzado su navaja y se abalanzaba sobre mi espalda con la vengativa intención de clavármela sin compasión. Por suerte, mis reflejos evitaron una fatalidad y tan solo me rasgó unos centímetros con un corte bastante superficial.

Aunque no podía quedarme parado viendo como volvía a reunir fuerzas para atacarme de nuevo. Así que dejé la copa con el poco alcohol que no había derramado en el encontronazo con la mujer, saqué mi revolver del cajón y le metí un balazo entre los dos ojos, justo encima de la nariz, fulminando su vida en el acto.

Cuando limpié los desperfectos ocasionados por el desafortunado incidente, envolví su cuerpo en una vieja manta, recogí su ropa, la bajé a la calle y la metí en el maletero. Después me acerqué hasta el río y allí, sorprendido una vez más ante mi frialdad y naturalidad ante lo ocurrido, tiré su cuerpo al agua.

-Adiós Sandra.- Dije mientras pensaba que parecía tener experiencia en eso de lanzar cadáveres al río. Hasta que me di cuenta de que era la segunda víctima que tiraba al agua en lo que llevábamos de año y era… 14 de Febrero desde hacía casi una hora.

“Vaya. Bonito día para matar a tu novia” me decía a mi mismo cuando las luces de un deportivo me deslumbraron mientras frenaba haciendo chillar sus neumáticos. Me cubrí la vista con los ojos, el coche aceleró derrapando y luego giró en dirección al centro. Apenas había recuperado de nuevo la vista tras el deslumbramiento cuando otro vehículo derrapó en la curva siguiendo al anterior. No quise darle mayor importancia, al fin y al cabo en esta ciudad es habitual ver este tipo de situaciones… y otras peores.

Pero centrémonos en nuestra historia. Como decía al principio, la lluvia era ahora mi compañera. Era una lluvia espesa, de esas que provocan una especie de cortina que mi cuerpo rasgaba con cada paso al frente. Había dejado el coche en un aparcamiento céntrico y me dirigía bajo el aguacero al “Krakatoa”, uno de mis locales preferidos.


Cuanto más me acercaba al lugar, más borrachos y peleas veía. Eran cerca de las dos de la madrugada del recién iniciado día de los enamorados. Repugnante fecha llena de corazoncitos y demás pijadas. Por suerte, si hay algo bueno en esta ciudad, a parte de las impresionantes mujeres, es un total desprecio por este tipo de fechas.

En esta ciudad, el amor es bastante pobre, mientras que el sexo es bastante rico en matices, sabores y olores. En esta ciudad, “justicia” es una palabra eliminada del diccionario, mientras que la principal es “venganza”.

Pero no se trata de venganzas por amor, ¡Que va! Se trata de venganzas por orgullo y por lo que algunos denominan, eufemísticamente, “honor”. Es una ciudad sin ley, una ciudad en la que la violencia llega a grados insospechados. La corrupción, la venganza, las drogas y el sexo están a la orden del día.

Por fin llegué al local, donde me esperaba, sin yo saberlo aún, la mujer que ese mismo día acabaría con mi vida…

KRAKATOA II


II

La cola para entrar al local daba la vuelta al edificio, pero a mi me dejaron pasar sin esperar. Es lo que tiene haber salvado la vida de la hija del portero. Suerte que ese armario de uno noventa de estatura no se llegó a enterar de que me estuve acostando con su hija cuando a ésta aun le quedaban meses para cumplir los dieciocho. De haberlo sabido, no hubiera tenido problemas para entrar en el local. Sencillamente, no podría. Los pedazos de mi cuerpo se estarían pudriendo en las alcantarillas de la ciudad, acompañados por ratas y vagabundos; e incluso en algún irónico golpe del destino, quizá mis pedacitos se fundieran con el cuerpo sin vida de alguno de los cadáveres que yo también arrojé a las entrañas de la ciudad.

A pesar de rozar la treintena y de las múltiples horas de gimnasio que se reflejan en mis brazos, tantos años viviendo en esta ciudad no pasan en balde. Empiezan a marcarse unas pequeñas pero persistentes ojeras que intento disimular bajo mis gafas de sol incluso en noches como aquella, y unas arrugas que trato de ocultar entre las múltiples sombras que me brindan esas callejas atestadas de delincuencia.

Así que, resguardado de la lluvia por mi sobrero vaquero, con mi larga gabardina de cuero negro hasta los tobillos, mis gafas de sol de cristal oscuro y mi reputación de mujeriego, violento y vengativo, pero con un corazón capaz de obligarme a hacer las más increíbles locuras por una bonita mujer, llegué hasta la puerta del “Krakatoa”, le dediqué un saludo al portero llevando mi mano izquierda hasta el sombrero y éste me devolvió el saludo abriendo las puertas del local que me llevaría, a través de la muerte, a las celdas del infierno.

Pero antes de todo aquello, ingenuo de mí, me creí a las puertas del paraíso. Un local abarrotado de gente pero sin llegar a agobiar; mujeres bailando sobre mesas llenas de bourbon, whisky y sobretodo mucho tequila.

Me acerqué a la mesa de siempre, ocupada en aquel momento por un jovencito que babeaba como si fuera el primer desnudo que viera en su vida. Saludé a la bailarina, que había bailado para mi y mis colegas hace poco menos de un mes y ella se llevó a una de las salas privadas al joven.

Pedí lo de siempre, una botella de tequila y dos vasos. Sentando en mi sitio favorito, inspeccioné buscando una acompañante para aquella extraña noche de San Valentín. Tras dejar mi sombrero, mi gabardina y mis gafas de sol al cuidado de April, mi camarera favorita, mis ojos saltaban de una a otra bailarina.

Pero las conocía a todas, y esa noche quería algo especial, algo nuevo, que me hiciera olvidar que acaba de tirar al río el cadáver de mi novia, a la que yo mismo asesiné porque la muy golfa había intentado matarme. Lo sé, me había portado como un cerdo con ella, pero ella no lo sabía. ¿Por qué matarme? ¿Acaso podría estar enamorada de mí? ¡Venga! En esta ciudad esa palabra no existe y no creo que nadie pueda ser capaz de inventarla por mí.

Sin embargo, no tardé en olvidar todo aquello. Tras observar a todas las bailarinas, llamé a April, que me recomendó que esperara a conocer a su nuevo fichaje. Una jovencita de 21 años que perdía aquella noche la virginidad como stripper. Se llamaba Valentine, y había llegado a la ciudad hacía unos días.

Curioso ante la novedad esperé impaciente a que saliera a escena. Tan solo un par de tequilas después. El escenario principal se iluminó mientras los demás fundían en negro. Algunas de las bailarinas se dejaban querer por los magnates de la ciudad, otras preferían montárselo entre ellas para el delirio de algunos de los asistentes y otras simplemente se iban al lavabo a ponerse ciegas a cualquier tipo de mierda que pudieran esnifar por la nariz.

Pero en cuanto un enorme foco proyectó en el escenario una “V” con una potente luz roja, todas las miradas se clavaron en la deslumbrante letra. Era el estreno de Valentine, sin duda. Pronto apareció una esbelta figura femenina. Llevaba el pelo recogido en una pequeña coleta. La sombra auguraba un cuerpo joven, sensual y virginal, pero sus movimientos marcaban seguridad y destilaban sensualidad.

Comenzó la música. Ella empezó a moverse arqueando su cuerpo y proyectando la sombra de sus pechos, que se intuían redondeados, de talla pequeña pero arrebatadoramente sugerentes; movía su pequeña cintura haciendo círculos, flexionando y estirando sus piernas. Por fin salió del anonimato de la “V” para mostrarse en todo su esplendor: Joven, con una piel morena de playa que evidenciaba sus raíces latinas. Mientras se acercaba a los focos que la iluminaban de cuerpo entero, se deshizo de la coleta para mostrarnos un cabello largo y rubio, con mechas oscuras que caían por su espalda y que balanceaba con suaves movimientos de cabeza; sin poder distinguir la naturalidad o no de su pelo me fijé en su cara inocente y joven, trazos suaves, nariz recta pero algo marcada; labios rosados de grosor perfecto: fino el superior y algo mas grueso y con una pequeña hendidura que “dividía” por el centro en dos arrebatadoras fracciones el inferior.

Sus ojos, que según los focos que la iluminaran parecían marrones o verdes, miraban con una fuerza como yo nunca había visto; su mirada denotaba cierto nerviosismo al principio, pero a medida que los hombres la animaban con sus gritos ella crecía en auto confianza, y su mirada joven, virginal, pero impetuosa, se paseaba por todos los presentes haciendo estremecer incluso a las mujeres.

Pero cuando cruzó su mirada con la mía hubo algo que la sobresaltó y que me hizo palidecer. Había algo familiar en esa mirada; algo familiar pero en absoluto dulce o cariñoso. Había algo en su nerviosa seguridad que me distrajo unos segundos del impresionante baile de la joven. Era como si ya la conociera, pero pronto no tuve interés en esas sensaciones, pues se desprendió de su chaleco quedando con una pequeña camiseta blanca ajustada a su provocativa figura. Se sentó, siempre sensual, sobre una silla del escenario, estiró las piernas, arqueó su cuerpo sacando pecho y en un nada disimulado homenaje a Flashdance, tiró de una correa que derramó litros de agua sobre ella provocando los aplausos de la platea.

Pero ahí no terminó la cosa, porque empapada y chorreando agua aún, me miró y me sacó la lengua mientras me derretía con una de esas miradas de niña mala y juguetona que algunas mujeres saben poner para nuestro delirio.

Era evidente que April le había hablado de mí. Sin dejar de mirarme, se levantó y continuó bailando sobre el escenario mientras se desnudaba, pronto perdí sus ojos. Intentando ver su cuerpo desnudo, mis ojos se perdieron entre los juegos que las luces del local entablaban con su figura dejando solo intuir sus pechos una vez se deshizo de la empapada camiseta y sin dejar ver nada más allá que la sombra de su figura desnuda.

Había sido tremendamente provocador, más que cualquier desnudo de los vistos hasta aquel momento en el local. Y gracias a mis contactos, tan solo un par de minutos después de la actuación, mientras apuraba mi cuarto vaso de tequila de la noche, April se me acercó con Valentine de la mano.

Nos dejó a solas y empezamos a hablar y a beber. Su voz era dulce pero fuerte a la vez, su mirada, desde cerca y cara a cara era tierna y cariñosa, pero sucia y morbosa. Sus movimientos denotaban ramalazos de desconfianza y temor. Pero aun así acabó bailando para mí en una sala privada. Horas después, y tras matar las ultimas gotas de mi botella de tequila, recogí a Valentine en la trasera del local. La lluvia persistía y nos subimos a mi coche que conduje bajo los efectos del alcohol en una de mis tantas imprudencias que sabía que algún día acabarían con mi vida.

Tomamos algo en otros bares algo más tranquilos y después cogió ella el volante para llevarme a su casa. No podía explicar qué era, pero algo en ella me resultaba extraño y familiar a la vez, y ella lo notaba, su mirada insegura denotaba similares devaneos mentales a los míos, hasta que, en algún punto de la noche, perdí la memoria y más tarde el conocimiento; tal vez las dos a la vez.

KRAKATOA III



III

-Buenos días- Escuché retumbando en mi abotargada cabeza. En la oscuridad volví a escuchar aquella sensual y joven voz que recordaba del “Krakatoa”. - Vamos cariño, abre los ojos, hace un día precioso.

Poco a poco abrí los ojos mientras se acostumbraban a la luz y se formaba ante mí una forma morrón verdosa que terminaron siendo los arrebatadores ojos de la stripper:

Buenos días Valentine- Dije yo con voz cortada y rasgada por la resaca.

Mi nombre real es Sara, -respondió ella- Te lo dije anoche mientras lo hacíamos.


-¿Qué? – Respondí sorprendido.
-¡Vamos cariño! ¡Ha sido increíble! Jamás me habían hecho sentir así… ¿Tanto Tequila tomaste que no eres capaz de recordarlo?
-Pues… - Sus palabras masacraban mis neuronas, algunas de las cuales aun vomitaban la resaca del alcohol…- Si, claro que sí, estaba bromeando.
-Genial. -Contestó ella- Creí que me habías olvidado… Igual que hiciste con mi hermana mayor.

Abrí mis ojos de par en par. Tenía esos ojazos marrones clavados en mí. ¡Coño! Ahora entendía ese sentimiento al verme en el “Krakatoa”, esa familiaridad durante toda la noche: era la hermana de Sandra. Intenté levantarme pero Sara me había atado a la cama.

La miré a los ojos sin saber que hacer, asustado e indefenso. Estaba a merced de una desconocida a cuya hermana había asesinado la noche anterior.

-¿Sorprendido?- Dijo ella sonriendo y ahorcándome con la mirada. – Vas a pagar por lo que le hiciste a mi hermana, capullo engreído. Vas a reunirte con ella, en el fondo del río, y ojalá que tú te pudras antes.

-¿Pero como diablos sabes que he sido yo? No tienes pruebas, nadie me vio… -Pregunté colapsado por la situación.

-¿A no? - Su mirada era más aterradora a cada palabra: adiós a la inocencia, a la sensualidad y la virginidad. Ahora solo había rabia, dolor y una incontenible sed de venganza. Tal vez fueran los efectos de la resaca, pero durante algunos segundos creí ver autenticas llamaradas en sus ojos.

-¿Estás seguro de que nadie te vio? Porque creo que alguien te deslumbró en el río con su deportivo...

Había sido ella, pero no pudo ver el cadáver, ¡estaba envuelto! ¿Cómo había podido saberlo entonces? Fue un puñetero segundo, y ya había lanzado el cuerpo. Poco a poco aquello se volvía más complicado y extraño.

-Te preguntarás como pude averiguarlo, ¿verdad? –Prosiguió Sara- Anoche, poco después de hacerlo y de que te durmieras como un bebé, intenté hablar con mi hermana por teléfono. Hablamos a todas horas y tenía que saber qué había pasado con el capullo de su novio, porque la última vez que había hablado con ella, me tuvo que colgar porque le había dicho que no quería seguir viéndola.

Vaya… Después de todo, el desconocido amante de Sandra no era nadie más que su hermana.

- Cuando me dio la primera señal el móvil, empecé a escuchar la musiquilla que mi hermana tenía como tono. El sonido venía del bolsillo de tu gabardina, en el que Sandra había guardado su móvil.

-¿Pero…?– No podía creerlo. -¿Cuándo metió su móvil en mi bolsillo? -Y entonces recordé que le había dado la espalda mientras ella colgaba el teléfono, tiempo suficiente para dejar caer el móvil en el bolsillo de mi gabardina que dejé a los pies de la cama. Había cavado mi propia tumba y no tardaría en pudrirme en ella.

- Tu mataste a mi hermana - Dijo ella sacando una navaja idéntica a la utilizada por su hermana- Así que ya sabes lo que viene ahora... -Dirigió la cuchilla a mi cuello. Se acercó a mis labios y me besó. Justo cuando noté su lengua entrar en mi boca, noté el filo de la navaja rasgando mi cuello.

Sorprendido ante aquella demostración de morbosidad, noté como la sangre fluía por mi cuello empapando mi pecho con litros de mi vida. Sara se incorporó, sonrió y me sacó la lengua como durante su baile en el local, con la misma juguetona mirada que me lanzó tras empaparse de agua en el escenario. Mientras tanto, mis ojos comenzaban a cerrarse y mi vida se apagaba.

Y esta es mi historia. Aquí me tenéis: a punto de morir desangrado horas después de asesinar a mi novia. Si he de ser sincero, la muerte no me asusta, lo que me aterra es no volver a sentir la euforia del alcohol, el sabor de una mujer ni el inconfundible olor a tierra mojada tras las lluvias de la ciudad. No volveré al “Krakatoa”, no volveré a ver un cuerpo desnudo ni a sentir un beso de falso amor. No volveré a vivir, no volveré a respirar, y todo, porque mi novia no me satisfacía.

Bonito día para morir es el Catorce de Febrero.