lunes, octubre 22, 2007

Sentimientos enterrados II

No pretendo que estas palabras lleguen a ningún sitio, el único puerto al que anhelo que arriben mis pensamientos es al olvido de la historia, a la esperanza del perdón o a la frustración del silencio.

Si estás leyendo esto quizá convenga que conozcas mi historia, que participes en el horror que padecí para que yo pueda liberarme del yugo que me impide vivir hoy mi vida. No quiero abandonar este mundo con tan pesada carga en mi corazón.

Bastará con decir que me llamaban Marco, y que nací en los años de la república en que el mercado de Delos extendía a diario miles de esclavos para ser comprados, vendidos, regalados y humillados. Pero no nací esclavo, mi madre no era esclava y no robé ni maté para terminar siendo siervo de un señor.

Luché por mi patria en la Tercera Guerra Macedónica y fui hecho prisionero por las tropas romanas. Cientos de prisioneros fuimos apilados en pocilgas, obligados a caminar kilómetros de distancia bajo la lluvia o bajo el sol, sin apenas alimento o bebida. Llegamos al mercado de Delos en el silencio del amanecer, antes de que el bullicio nos envolviera, antes de que pasáramos de mano en mano tocados, golpeados, escupidos e insultados por impasibles comerciantes.

Nos trataron como escoria, como basura romana, como un asqueroso instrumento cuyo defecto fuera la capacidad de hablar o razonar. Nos expusieron frente al público, completamente desnudos, marcados por guirnaldas o pintura en nuestros cuerpos para diferenciar nuestra procedencia.

No se cómo pasó, pero se que entre tanto alboroto, entre tanta humillación y deprimencia, vi una luz de esperanza entre la multitud. Llegó en una nueva remesa de esclavos:

“¡Recién llegados de las costas Mediterráneas!”, vociferaban los comerciantes. Más tarde descubrí que aquello significaba que habían sido raptados por piratas y utilizados luego como intercambio o trueque.

Fue entre ellos donde encontré sus ojos. Unos enormes y profundos ojos negros que se cruzaron con los míos cuando ambos retirábamos nuestra cabeza asqueados por el trato recibido. Fue solo un segundo, pero lo suficiente como para hacerme sentir esperanza. No volví a verla durante un tiempo, aunque la tuve siempre presente en mis plegarias.

Pasó el tiempo y fui comprado por un señor de Enna. El propietario de una de las mayores explotaciones latifundistas de esta ciudad siciliana. Por desgracia, no entré como sirvo en su hogar, sino sólo en sus tierras, en las que me obligaron a trabajar día y noche apenas sin descanso.

La crueldad del trato recibido jamás la hubiera imaginado capaz de un ser humano. No sólo nos gritaban, insultaban y azotaban en el trabajo, sino que debíamos permanecer encadenados y atados muchas veces durante horas de trabajo bajo el sol.

Las cadenas ardían y abrasaban nuestras manos, nuestros cuellos o nuestras muñecas. Tampoco recibíamos alimento, y apenas, de vez en cuando, algún trapo sucio como vestidura.

Muchos de mis compañeros, muchos de los esclavos que servían a mi lado, se refugiaron en el pillaje, en los robos y la violencia. Yo aun era dueño de mi razón, aun era dueño de mi cabeza, aunque empezaba a crecer un extraño sentimiento de odio e incomprensión.

Sin embargo, lo peor de todo no eran estas sensaciones. Lo peor era sufrir los abusos de los dueños, que castigaban a diario a algún esclavo por el placer que la superioridad les hacía sentir.

Un día, mientras trabajábamos en las tierras, tuve que ir a por unas herramientas al trastero y allí encontré al dueño violando a una joven esclava. Aquello ya no me sorprendía, puesto que era habitual ver este tipo de aberraciones. Sin embargo, esta vez algo hizo que me estremeciera de odio.