lunes, octubre 22, 2007

Sentimientos enterrados


La luz de la luna llena ilumina una noche más los alrededores del Mercado de Delos. En las calles, apenas algo de viento susurra entre las piedras y el adobe, los edificios se apilan unos junto a otros bajo la azulada oscuridad de un nuevo amanecer. Un primer rayo de luz se abre paso tímidamente para dar la bienvenida al nuevo día, iluminando la hoja de una espada apoyada contra la lona de una tienda. Junto a ella, los ronquidos del guardia pretoriano que debería estar custodiando las instalaciones del mercado.

Aun no atruenan las voces de los mercaderes, aun no tintinean las cadenas de los esclavos, ni compiten los gritos de los esclavistas discutiendo el precio de alguna bella jovencita, pero entre los ecos de sus propios pasos, un anciano se adentra en la zona del mercado.

El guardia, por su parte, sigue haciendo resoplar sus labios mientras duerme. No se despierta ni cuando el otro hombre pasa frente a él en dirección a la tribuna de esclavos.

En su camino, el hombre, de unos 60 años, con arreglada barba blanquecina y con una túnica clara, pasa frente a las columnas donde son atados los esclavos y junto a la arena en la que entrenan los gladiadores. Se detiene un instante, aun percibe el olor de la sangre, el olor del sudor, la arena y la asfixiante horca de la muerte. La noche anterior algún infeliz había perecido en la arena.

Lo sabía porque recordaba aun el olor de la victoria, la viscosidad de la sangre del contrario, el doloroso placer de arrebatar a otro la vida. Podía oler la muerte, podía sentirla pegajosa y putrefacta sobre su piel, entre las yemas de sus dedos, en las palmas de las manos o embarrada en su corazón.

Lo sabía porque él una vez probó lo que te hace sentir el filo helado de una espada; reconocía el aroma de la muerte porque hace tiempo la tuvo tan cerca que pudo sentirla en sus manos y saborearla con amarga superioridad en su paladar. Lo sabía porque una vez, hace tiempo, levantó la ira de su fuerza, empuñó firme la espada de la venganza y humilló a muerte a quienes le habían humillado antes. Sentía todo esto, recordaba tantas sensaciones al sentir aquel inconfundible aroma a muerte porque luchó junto a Euno en Sicilia, porque él, humillado y maltratado, se unió a la Primera Revuelta de esclavos en Sicilia.

El anciano extrajo de su túnica un pequeño pergamino que desenrolló con pulso tembloroso. Miró a su alrededor, buscando un lugar donde sentarse. Se sentía mareado, con pequeñas náuseas. Movió la cabeza resignado y como si estuviera diciéndose algo a sí mismo.

Finalmente encontró una pequeña columna rota y se sentó sobre ella. Descalzó sus sandalias y hundió despacio sus pies en la arena. Bajo la primera capa de arena enfriada por la noche, latía aun la arena caliente de los enfrentamientos de última hora de la tarde.

Miró a su alrededor: la luz avanzaba rauda entre los recovecos del enorme mercado de Delos, aun vacío y con un silencio sólo roto por los ronquidos del guardia. El anciano comenzó a leer el papiro:

Sentimientos enterrados II

No pretendo que estas palabras lleguen a ningún sitio, el único puerto al que anhelo que arriben mis pensamientos es al olvido de la historia, a la esperanza del perdón o a la frustración del silencio.

Si estás leyendo esto quizá convenga que conozcas mi historia, que participes en el horror que padecí para que yo pueda liberarme del yugo que me impide vivir hoy mi vida. No quiero abandonar este mundo con tan pesada carga en mi corazón.

Bastará con decir que me llamaban Marco, y que nací en los años de la república en que el mercado de Delos extendía a diario miles de esclavos para ser comprados, vendidos, regalados y humillados. Pero no nací esclavo, mi madre no era esclava y no robé ni maté para terminar siendo siervo de un señor.

Luché por mi patria en la Tercera Guerra Macedónica y fui hecho prisionero por las tropas romanas. Cientos de prisioneros fuimos apilados en pocilgas, obligados a caminar kilómetros de distancia bajo la lluvia o bajo el sol, sin apenas alimento o bebida. Llegamos al mercado de Delos en el silencio del amanecer, antes de que el bullicio nos envolviera, antes de que pasáramos de mano en mano tocados, golpeados, escupidos e insultados por impasibles comerciantes.

Nos trataron como escoria, como basura romana, como un asqueroso instrumento cuyo defecto fuera la capacidad de hablar o razonar. Nos expusieron frente al público, completamente desnudos, marcados por guirnaldas o pintura en nuestros cuerpos para diferenciar nuestra procedencia.

No se cómo pasó, pero se que entre tanto alboroto, entre tanta humillación y deprimencia, vi una luz de esperanza entre la multitud. Llegó en una nueva remesa de esclavos:

“¡Recién llegados de las costas Mediterráneas!”, vociferaban los comerciantes. Más tarde descubrí que aquello significaba que habían sido raptados por piratas y utilizados luego como intercambio o trueque.

Fue entre ellos donde encontré sus ojos. Unos enormes y profundos ojos negros que se cruzaron con los míos cuando ambos retirábamos nuestra cabeza asqueados por el trato recibido. Fue solo un segundo, pero lo suficiente como para hacerme sentir esperanza. No volví a verla durante un tiempo, aunque la tuve siempre presente en mis plegarias.

Pasó el tiempo y fui comprado por un señor de Enna. El propietario de una de las mayores explotaciones latifundistas de esta ciudad siciliana. Por desgracia, no entré como sirvo en su hogar, sino sólo en sus tierras, en las que me obligaron a trabajar día y noche apenas sin descanso.

La crueldad del trato recibido jamás la hubiera imaginado capaz de un ser humano. No sólo nos gritaban, insultaban y azotaban en el trabajo, sino que debíamos permanecer encadenados y atados muchas veces durante horas de trabajo bajo el sol.

Las cadenas ardían y abrasaban nuestras manos, nuestros cuellos o nuestras muñecas. Tampoco recibíamos alimento, y apenas, de vez en cuando, algún trapo sucio como vestidura.

Muchos de mis compañeros, muchos de los esclavos que servían a mi lado, se refugiaron en el pillaje, en los robos y la violencia. Yo aun era dueño de mi razón, aun era dueño de mi cabeza, aunque empezaba a crecer un extraño sentimiento de odio e incomprensión.

Sin embargo, lo peor de todo no eran estas sensaciones. Lo peor era sufrir los abusos de los dueños, que castigaban a diario a algún esclavo por el placer que la superioridad les hacía sentir.

Un día, mientras trabajábamos en las tierras, tuve que ir a por unas herramientas al trastero y allí encontré al dueño violando a una joven esclava. Aquello ya no me sorprendía, puesto que era habitual ver este tipo de aberraciones. Sin embargo, esta vez algo hizo que me estremeciera de odio.

Sentimientos enterrados III

Aquellos enormes y profundos ojos negros lloraban ahora enrojecidos de rabia, dolor y vergüenza. La joven que me había dado esperanzas en el mercado estaba siendo violada por aquel cerdo al que me obligaban a llamar “amo”. La rabia de la impotencia hizo nacer en mi interior sentimientos impronunciables que pronto, sin yo saberlo aun, iba a poder explayar en toda su crueldad.

Empecé a darme cuenta de que el maltrato y la superioridad de los amos no eran inexplicables, puesto que moría de ganas por esclavizar a mi amo para hacerle sentir lo que él nos hacía a todos nosotros.

Inicié una relación ocular con aquella mujer, pues la rebajaron del hogar al trabajo en las tierras por haber rechazado al amo y por “obligarle” a abusar de ella. Sin embargo, nunca podíamos estar lo suficientemente cerca como para hablar y conocernos. Pero eso no fue impedimento para que nos entendiéramos, para que nos transmitiéramos ánimo, afecto e incluso amor en nuestras miradas. A los pocos días la amaba con tanta fuerza como amaba el anhelo de mi libertad; a las pocas semanas se hizo tan importante sentir sus ojos que sin ellos moriría por la desesperanza.

Y entre todo aquello, una tarde de tormenta, con todos los esclavos medio desnudos, embarrados y sin haber almorzado, se extendió entre todos el rumor de que un grupo de esclavos sirios se había levantado en la ciudad y que un tal Euno les dirigía en un enfrentamiento por la dignidad y la libertad de todos los esclavos.

Se decía que veía el futuro y que los dioses se le habían aparecido para anunciar que dejaría de ser esclavo y se alzaría como rey. Esa misma noche, abandonamos la ciudad y nos reunimos con Euno en las afueras. Una vez fuimos bastantes en número como para hacer el suficiente daño, regresamos con toda nuestra ira y todo el odio acumulado hacia quienes nos habían privado de la libertad, contra quienes nos habían acribillado a improperios, golpes y abusos.

Acudí junto con mis compañeros a nuestras tierras, donde encontramos a nuestro señor aterrado por nuestra presencia. Al llegar, contemplé destrozado el cuerpo amoratado y ensangrentado de la dueña de los arrebatadores ojos negros que me habían dado vida en este tiempo. Ella no había podido escapar con todos los esclavos, y había sufrido la desesperada reacción de un hombre que intuía su destino en esta revuelta: la muerte

El grupo de esclavos había acordado humillarle y maltratarle antes de acabar con su vida pero yo sentía algo en mi interior que no paraba de crecer y que me impulsó a hacer un acto brutal que jamás pensé poder realizar.

Le empujé contra el suelo y allí, indefenso, desarmado, y suplicando por su miserable vida, hundí la fría hoja metálica en su pecho, mirándole a los ojos sin parpadear mientras veía la luz ansiosa de mis ojos reflejada en la apagada repugnancia de su mirada desfallecida.

Enseguida acudí junto a la mujer que amaba y que temblaba ensangrentada en el suelo. Sus ojos ya no eran tan negros, su mirada no era tan profunda, y el sentimiento de esperanza al verla había desaparecido.

La abracé con fuerza ante la convicción de que había sido golpeada casi hasta la muerte y ella, convencida de que iba a morir en mis brazos, abrió sus labios enrojecidos e hinchados para susurrarme las palabras de mi brutal sentencia:

“Podías haber elijo la libertad de una vida sin ataduras, pero elegiste la esclavitud de la venganza”

Sentimientos Enterrados IV

Me habían insultado, agredido, humillado y utilizado durante todo este tiempo de esclavitud, pero aquella única frase fue mas dura que cualquier latigazo padecido; el dolor que me produjeron sus palabras se quemó bajo mi piel con más fuerza que el calor abrasador de las cadenas al sol.

Mi razón y mi humanidad, mi mente y mi corazón se fundieron en un único sentimiento: la ira de la vergüenza. Segundos después los ojos de aquella mujer sin nombre se hundieron en una oscuridad de la que jamás volverían a resurgir. El odio y la vergüenza, la ira y la deshonra ardían en mis venas con fuerza incontenible.

Cuando la revuelta estaba a punto de fracasar, conseguí huir de la ciudad y escapar de la tierra de Roma pagando a los piratas con mercancía robada. Regresé a mi tierra, donde llegaron las noticias de la derrota de la primera revuelta de esclavos de Sicilia.

Ahora tengo una nueva vida, pero no he sido capaz de contarle a nadie lo que viví en Sicilia. Sin embargo, no puedo evitar el olor de la muerte, el sentimiento de superioridad y amargura, de pasión y deshumanización que otorga robarle la vida a alguien.



En ese momento una lágrima calló en el pergamino. Marco no podía aguantar apenas la respiración. Enrolló de nuevo el texto y lo enterró bajo la arena de aquel mercado en el que comenzó el principio de su esclavitud, una esclavitud que no solo vivió sólo atado a sus cadenas, sino que le hizo morir como ser humano. No cuando fue usado como objeto en un mercado romano, ni cuando trabjaó sin descanso bajo el sol o la lluvia, no cuando fue golpeado con impunidad, si no cuando decidió ser esclavo de la ira y el odio, cuando cambió las cadenas del trabajo por las ataduras de la venganza.

Marco se giró cuando los primeros mercaderes llegaban al mercado, cuando los ronquidos del guardia daban paso al tintineo de las cadenas, y abandonó el lugar con la esperanza de dejar atrás, enterradas bajo la arena, las cadenas que más vidas han arrebatado en la historia de la esclavitud: el odio y la venganza del ser humano.