jueves, agosto 18, 2005

KRAKATOA II


II

La cola para entrar al local daba la vuelta al edificio, pero a mi me dejaron pasar sin esperar. Es lo que tiene haber salvado la vida de la hija del portero. Suerte que ese armario de uno noventa de estatura no se llegó a enterar de que me estuve acostando con su hija cuando a ésta aun le quedaban meses para cumplir los dieciocho. De haberlo sabido, no hubiera tenido problemas para entrar en el local. Sencillamente, no podría. Los pedazos de mi cuerpo se estarían pudriendo en las alcantarillas de la ciudad, acompañados por ratas y vagabundos; e incluso en algún irónico golpe del destino, quizá mis pedacitos se fundieran con el cuerpo sin vida de alguno de los cadáveres que yo también arrojé a las entrañas de la ciudad.

A pesar de rozar la treintena y de las múltiples horas de gimnasio que se reflejan en mis brazos, tantos años viviendo en esta ciudad no pasan en balde. Empiezan a marcarse unas pequeñas pero persistentes ojeras que intento disimular bajo mis gafas de sol incluso en noches como aquella, y unas arrugas que trato de ocultar entre las múltiples sombras que me brindan esas callejas atestadas de delincuencia.

Así que, resguardado de la lluvia por mi sobrero vaquero, con mi larga gabardina de cuero negro hasta los tobillos, mis gafas de sol de cristal oscuro y mi reputación de mujeriego, violento y vengativo, pero con un corazón capaz de obligarme a hacer las más increíbles locuras por una bonita mujer, llegué hasta la puerta del “Krakatoa”, le dediqué un saludo al portero llevando mi mano izquierda hasta el sombrero y éste me devolvió el saludo abriendo las puertas del local que me llevaría, a través de la muerte, a las celdas del infierno.

Pero antes de todo aquello, ingenuo de mí, me creí a las puertas del paraíso. Un local abarrotado de gente pero sin llegar a agobiar; mujeres bailando sobre mesas llenas de bourbon, whisky y sobretodo mucho tequila.

Me acerqué a la mesa de siempre, ocupada en aquel momento por un jovencito que babeaba como si fuera el primer desnudo que viera en su vida. Saludé a la bailarina, que había bailado para mi y mis colegas hace poco menos de un mes y ella se llevó a una de las salas privadas al joven.

Pedí lo de siempre, una botella de tequila y dos vasos. Sentando en mi sitio favorito, inspeccioné buscando una acompañante para aquella extraña noche de San Valentín. Tras dejar mi sombrero, mi gabardina y mis gafas de sol al cuidado de April, mi camarera favorita, mis ojos saltaban de una a otra bailarina.

Pero las conocía a todas, y esa noche quería algo especial, algo nuevo, que me hiciera olvidar que acaba de tirar al río el cadáver de mi novia, a la que yo mismo asesiné porque la muy golfa había intentado matarme. Lo sé, me había portado como un cerdo con ella, pero ella no lo sabía. ¿Por qué matarme? ¿Acaso podría estar enamorada de mí? ¡Venga! En esta ciudad esa palabra no existe y no creo que nadie pueda ser capaz de inventarla por mí.

Sin embargo, no tardé en olvidar todo aquello. Tras observar a todas las bailarinas, llamé a April, que me recomendó que esperara a conocer a su nuevo fichaje. Una jovencita de 21 años que perdía aquella noche la virginidad como stripper. Se llamaba Valentine, y había llegado a la ciudad hacía unos días.

Curioso ante la novedad esperé impaciente a que saliera a escena. Tan solo un par de tequilas después. El escenario principal se iluminó mientras los demás fundían en negro. Algunas de las bailarinas se dejaban querer por los magnates de la ciudad, otras preferían montárselo entre ellas para el delirio de algunos de los asistentes y otras simplemente se iban al lavabo a ponerse ciegas a cualquier tipo de mierda que pudieran esnifar por la nariz.

Pero en cuanto un enorme foco proyectó en el escenario una “V” con una potente luz roja, todas las miradas se clavaron en la deslumbrante letra. Era el estreno de Valentine, sin duda. Pronto apareció una esbelta figura femenina. Llevaba el pelo recogido en una pequeña coleta. La sombra auguraba un cuerpo joven, sensual y virginal, pero sus movimientos marcaban seguridad y destilaban sensualidad.

Comenzó la música. Ella empezó a moverse arqueando su cuerpo y proyectando la sombra de sus pechos, que se intuían redondeados, de talla pequeña pero arrebatadoramente sugerentes; movía su pequeña cintura haciendo círculos, flexionando y estirando sus piernas. Por fin salió del anonimato de la “V” para mostrarse en todo su esplendor: Joven, con una piel morena de playa que evidenciaba sus raíces latinas. Mientras se acercaba a los focos que la iluminaban de cuerpo entero, se deshizo de la coleta para mostrarnos un cabello largo y rubio, con mechas oscuras que caían por su espalda y que balanceaba con suaves movimientos de cabeza; sin poder distinguir la naturalidad o no de su pelo me fijé en su cara inocente y joven, trazos suaves, nariz recta pero algo marcada; labios rosados de grosor perfecto: fino el superior y algo mas grueso y con una pequeña hendidura que “dividía” por el centro en dos arrebatadoras fracciones el inferior.

Sus ojos, que según los focos que la iluminaran parecían marrones o verdes, miraban con una fuerza como yo nunca había visto; su mirada denotaba cierto nerviosismo al principio, pero a medida que los hombres la animaban con sus gritos ella crecía en auto confianza, y su mirada joven, virginal, pero impetuosa, se paseaba por todos los presentes haciendo estremecer incluso a las mujeres.

Pero cuando cruzó su mirada con la mía hubo algo que la sobresaltó y que me hizo palidecer. Había algo familiar en esa mirada; algo familiar pero en absoluto dulce o cariñoso. Había algo en su nerviosa seguridad que me distrajo unos segundos del impresionante baile de la joven. Era como si ya la conociera, pero pronto no tuve interés en esas sensaciones, pues se desprendió de su chaleco quedando con una pequeña camiseta blanca ajustada a su provocativa figura. Se sentó, siempre sensual, sobre una silla del escenario, estiró las piernas, arqueó su cuerpo sacando pecho y en un nada disimulado homenaje a Flashdance, tiró de una correa que derramó litros de agua sobre ella provocando los aplausos de la platea.

Pero ahí no terminó la cosa, porque empapada y chorreando agua aún, me miró y me sacó la lengua mientras me derretía con una de esas miradas de niña mala y juguetona que algunas mujeres saben poner para nuestro delirio.

Era evidente que April le había hablado de mí. Sin dejar de mirarme, se levantó y continuó bailando sobre el escenario mientras se desnudaba, pronto perdí sus ojos. Intentando ver su cuerpo desnudo, mis ojos se perdieron entre los juegos que las luces del local entablaban con su figura dejando solo intuir sus pechos una vez se deshizo de la empapada camiseta y sin dejar ver nada más allá que la sombra de su figura desnuda.

Había sido tremendamente provocador, más que cualquier desnudo de los vistos hasta aquel momento en el local. Y gracias a mis contactos, tan solo un par de minutos después de la actuación, mientras apuraba mi cuarto vaso de tequila de la noche, April se me acercó con Valentine de la mano.

Nos dejó a solas y empezamos a hablar y a beber. Su voz era dulce pero fuerte a la vez, su mirada, desde cerca y cara a cara era tierna y cariñosa, pero sucia y morbosa. Sus movimientos denotaban ramalazos de desconfianza y temor. Pero aun así acabó bailando para mí en una sala privada. Horas después, y tras matar las ultimas gotas de mi botella de tequila, recogí a Valentine en la trasera del local. La lluvia persistía y nos subimos a mi coche que conduje bajo los efectos del alcohol en una de mis tantas imprudencias que sabía que algún día acabarían con mi vida.

Tomamos algo en otros bares algo más tranquilos y después cogió ella el volante para llevarme a su casa. No podía explicar qué era, pero algo en ella me resultaba extraño y familiar a la vez, y ella lo notaba, su mirada insegura denotaba similares devaneos mentales a los míos, hasta que, en algún punto de la noche, perdí la memoria y más tarde el conocimiento; tal vez las dos a la vez.