lunes, septiembre 25, 2006

CÓRPORE INSEPULTO

El cielo azulado anunciaba un nuevo día. La noche se desvanecía poco a poco mientras el viento helado de Marzo silbaba entre los cipreses del cementerio de Salamanca. Ocultas por la oscuridad, unas sombras se escurrían silenciosas entre lápidas y panteones. Ajeno a este movimiento, el guarda de seguridad roncaba balanceándose en su pequeña e incómoda silla cuando algo le despertó:

- ¡Malditos gatos! ¡Cuando os coja os vais a enterar!

Pero al acercarse a los escurridizos gatos que cada noche merodeaban por el cementerio, descubrió que todos estaban dormidos y acurrucados para darse calor unos a otros. Tan solo el leve ronroneo de uno de ellos alteraba el silencio. El vigilante miraba extrañado dejando escapar pequeñas bocanadas de bao por su boca en cada respiración.

Entonces volvió a oírlo. Esta vez más nítido, más cercano, pero con un extraño eco que se desvanecía distanciándose en la lejanía. Parecía un chillido, un gemido. Pero no le pareció un grito de auxilio, sino de desesperación. No sabía muy bien por qué, pero sentía algo extraño, y a la vez, sorprendentemente familiar en aquel grito.

Agudizó el oído y esperó, conteniendo el aliento.

Silencio. Tan solo silencio.

Se frotó los ojos y maldijo en silencio la neblina que parecía difuminar su vista. Se sentía algo aturdido, como si el cuerpo no le reaccionara con suficiente rapidez. Sin mover un solo centímetro su posición, recorrió con la vista de izquierda a derecha todo lo que el haz de luz de la linterna le permitía.

Silencio de nuevo: escalofriante, absoluto, sepulcral.

Envuelto en aquella oscura nebulosa de silencio esperó inquieto. Y por fin volvió el melódico susurro de las copas de los árboles, el ronroneo de los gatos y el leve aullido del viento helado.

Reconfortado ante este atisbo de extraña normalidad, se relajó y suspiró. Pero entonces volvió a escucharlo. Ahora, el gemido se extinguió en el silencio, como si hubieran cortado su propagación con brusquedad. Pero en esta ocasión el guarda no se detuvo a ver si oía algo más o no; se lanzó corriendo hacia el lugar en el que creía haber oído el desgarrador gemido.

Las lápidas relampagueaban a izquierda y derecha como fogonazos borrosos en su carrera hacia el origen del grito. Pero llegó tarde. Bajo un enorme ciprés ardía el fuego de una antorcha. Junto a las llamas se alzaba un montículo de arena, cuatro palas de excavar y un confuso revoltijo de huellas en la arena. A pocos pasos de todo ello, se hundía una fosa en la que el vigilante encontró el cuerpo sin vida de una persona.

El rostro se ocultaba bajo una capucha negra que dejaba entrever a la altura del cuello una herida ensangrentada. El resto del cuerpo, extendido dentro de un ataúd, permanecía oculto bajo un traje negro de Semana Santa.

El vigilante había apartado la vista del cuerpo en cuanto se percató de lo que era. Pero se forzó a mirar de nuevo para comprobar si estaba muerto o tan solo inconsciente. Por desgracia para él, esta segunda visión no dejaba lugar a dudas: el cuerpo tenía una figura clavada en el pecho, y las dos manos agarraban el objeto recubiertas de una sangre que aún fluía despacio.

Dante, guardia y enterrador del cementerio, no podía creer lo que la antorcha reflejaba en sus ojos. La figura que el cuerpo tenía clavada parecía una pequeña pala de excavar plateada. Incluso creyó ver una escritura grabada en la figura, pero no alcanzaba a verlo con claridad.

Miró a su alrededor intentando descubrir algo más. Pero no encontró nada. Sin embargo, sus ojos volvieron a fijarse en el cadáver: extrañado, y sintiendo un escalofrío, se percató de que el cadáver usaba sus mismos zapatos, incluso estimó que calzaría su mismo pie.

De pronto, abrió los ojos impresionado, como si hubiera descubierto algo. Y su expresión de incredulidad se tornó en una terrorífica expresión de horror: un terror incompresible le hizo tambalear, un miedo que era incapaz de comprender, incapaz de creer, pero que, sin embargo, le estaba matando por dentro.

No era posible. Pero... Ahí estaba, era ese, sin duda... Pero, ¿cómo? Miró su mano en la oscuridad, el temblor que invadía su cuerpo hizo brillar algo entre sus dedos.

Era una sortija que había sido forjada y tallada para su abuelo antes de la Guerra, como símbolo inequívoco de identidad en caso de ser muerto en batalla. La única que existía era la que brilló entre los dedos del abuelo, la que ahora permanecía anclada a los dedos de Dante. Era imposible que existiera otro igual. Imposible.

Y sin embargo...

Un fuerte golpe le aturdió la cabeza, cerró los ojos del dolor y durante ese breve parpadeo decenas de imágenes centellearon en su mente: un cofrade encapuchado, lápidas, una antorcha, forcejeos, amenazas, golpes, gritos y...

Abrió de nuevo los ojos. Asustado y desorientado, se giroó a su alrededor, pero nada ni nadie habían golpeado su cabeza. Aún así se sintió desestabilizado, trastabilló y cayó al suelo. Todo se hacia borroso. La antorcha del suelo se retorcía desenfocada y se mezclaba con los cipreses y las lápidas. Consiguió arrastrarse hasta la fosa y se dejó caer en el ataúd, guiado por una extraña y aterradora sensación que paralizaba su aliento.

Se tumbó como pudo sobre el cadáver. Miró el anillo que brillaba con luz tenue en los sangrientos dedos del cadáver y después dirigió la mirada al que temblaba en su dedo anular. Un certero escalofrío le recorrió entonces la nuca hundiendo su ánimo. Durante unos segundos permaneció inmóvil, mirando la figura que el cadáver tenía clavada en el pecho: “Córpore insepulto” rezaba la pala de excavar forjada en lo que parecía auténtica plata.

Las letras bailaron borrosas ante los ojos de Dante. Poco a poco, la oscuridad inundaba su alma, paralizando su cuerpo y helando su vida.

Reunió fuerzas durante unos segundos, temblando, decidido a comprobar la identidad del cuerpo asesinado. Por fin alzó con su mano la capucha, aunque sentía una macabra certeza de lo que encontraría bajo ella.

Aterrado como jamás creyó que podría estarlo, y con todo a su alrededor borroso, lanzó un desgarrado grito reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban. Bajo la máscara se ocultaba el rostro de un muerto, el rostro de alguien cuyo corazón no volvería a latir jamás.

Su propio rostro.