Sentimientos enterrados III
Aquellos enormes y profundos ojos negros lloraban ahora enrojecidos de rabia, dolor y vergüenza. La joven que me había dado esperanzas en el mercado estaba siendo violada por aquel cerdo al que me obligaban a llamar “amo”. La rabia de la impotencia hizo nacer en mi interior sentimientos impronunciables que pronto, sin yo saberlo aun, iba a poder explayar en toda su crueldad.
Empecé a darme cuenta de que el maltrato y la superioridad de los amos no eran inexplicables, puesto que moría de ganas por esclavizar a mi amo para hacerle sentir lo que él nos hacía a todos nosotros.
Inicié una relación ocular con aquella mujer, pues la rebajaron del hogar al trabajo en las tierras por haber rechazado al amo y por “obligarle” a abusar de ella. Sin embargo, nunca podíamos estar lo suficientemente cerca como para hablar y conocernos. Pero eso no fue impedimento para que nos entendiéramos, para que nos transmitiéramos ánimo, afecto e incluso amor en nuestras miradas. A los pocos días la amaba con tanta fuerza como amaba el anhelo de mi libertad; a las pocas semanas se hizo tan importante sentir sus ojos que sin ellos moriría por la desesperanza.
Y entre todo aquello, una tarde de tormenta, con todos los esclavos medio desnudos, embarrados y sin haber almorzado, se extendió entre todos el rumor de que un grupo de esclavos sirios se había levantado en la ciudad y que un tal Euno les dirigía en un enfrentamiento por la dignidad y la libertad de todos los esclavos.
Se decía que veía el futuro y que los dioses se le habían aparecido para anunciar que dejaría de ser esclavo y se alzaría como rey. Esa misma noche, abandonamos la ciudad y nos reunimos con Euno en las afueras. Una vez fuimos bastantes en número como para hacer el suficiente daño, regresamos con toda nuestra ira y todo el odio acumulado hacia quienes nos habían privado de la libertad, contra quienes nos habían acribillado a improperios, golpes y abusos.
Acudí junto con mis compañeros a nuestras tierras, donde encontramos a nuestro señor aterrado por nuestra presencia. Al llegar, contemplé destrozado el cuerpo amoratado y ensangrentado de la dueña de los arrebatadores ojos negros que me habían dado vida en este tiempo. Ella no había podido escapar con todos los esclavos, y había sufrido la desesperada reacción de un hombre que intuía su destino en esta revuelta: la muerte
El grupo de esclavos había acordado humillarle y maltratarle antes de acabar con su vida pero yo sentía algo en mi interior que no paraba de crecer y que me impulsó a hacer un acto brutal que jamás pensé poder realizar.
Le empujé contra el suelo y allí, indefenso, desarmado, y suplicando por su miserable vida, hundí la fría hoja metálica en su pecho, mirándole a los ojos sin parpadear mientras veía la luz ansiosa de mis ojos reflejada en la apagada repugnancia de su mirada desfallecida.
Enseguida acudí junto a la mujer que amaba y que temblaba ensangrentada en el suelo. Sus ojos ya no eran tan negros, su mirada no era tan profunda, y el sentimiento de esperanza al verla había desaparecido.
La abracé con fuerza ante la convicción de que había sido golpeada casi hasta la muerte y ella, convencida de que iba a morir en mis brazos, abrió sus labios enrojecidos e hinchados para susurrarme las palabras de mi brutal sentencia:
“Podías haber elijo la libertad de una vida sin ataduras, pero elegiste la esclavitud de la venganza”
Empecé a darme cuenta de que el maltrato y la superioridad de los amos no eran inexplicables, puesto que moría de ganas por esclavizar a mi amo para hacerle sentir lo que él nos hacía a todos nosotros.
Inicié una relación ocular con aquella mujer, pues la rebajaron del hogar al trabajo en las tierras por haber rechazado al amo y por “obligarle” a abusar de ella. Sin embargo, nunca podíamos estar lo suficientemente cerca como para hablar y conocernos. Pero eso no fue impedimento para que nos entendiéramos, para que nos transmitiéramos ánimo, afecto e incluso amor en nuestras miradas. A los pocos días la amaba con tanta fuerza como amaba el anhelo de mi libertad; a las pocas semanas se hizo tan importante sentir sus ojos que sin ellos moriría por la desesperanza.
Y entre todo aquello, una tarde de tormenta, con todos los esclavos medio desnudos, embarrados y sin haber almorzado, se extendió entre todos el rumor de que un grupo de esclavos sirios se había levantado en la ciudad y que un tal Euno les dirigía en un enfrentamiento por la dignidad y la libertad de todos los esclavos.
Se decía que veía el futuro y que los dioses se le habían aparecido para anunciar que dejaría de ser esclavo y se alzaría como rey. Esa misma noche, abandonamos la ciudad y nos reunimos con Euno en las afueras. Una vez fuimos bastantes en número como para hacer el suficiente daño, regresamos con toda nuestra ira y todo el odio acumulado hacia quienes nos habían privado de la libertad, contra quienes nos habían acribillado a improperios, golpes y abusos.
Acudí junto con mis compañeros a nuestras tierras, donde encontramos a nuestro señor aterrado por nuestra presencia. Al llegar, contemplé destrozado el cuerpo amoratado y ensangrentado de la dueña de los arrebatadores ojos negros que me habían dado vida en este tiempo. Ella no había podido escapar con todos los esclavos, y había sufrido la desesperada reacción de un hombre que intuía su destino en esta revuelta: la muerte
El grupo de esclavos había acordado humillarle y maltratarle antes de acabar con su vida pero yo sentía algo en mi interior que no paraba de crecer y que me impulsó a hacer un acto brutal que jamás pensé poder realizar.
Le empujé contra el suelo y allí, indefenso, desarmado, y suplicando por su miserable vida, hundí la fría hoja metálica en su pecho, mirándole a los ojos sin parpadear mientras veía la luz ansiosa de mis ojos reflejada en la apagada repugnancia de su mirada desfallecida.
Enseguida acudí junto a la mujer que amaba y que temblaba ensangrentada en el suelo. Sus ojos ya no eran tan negros, su mirada no era tan profunda, y el sentimiento de esperanza al verla había desaparecido.
La abracé con fuerza ante la convicción de que había sido golpeada casi hasta la muerte y ella, convencida de que iba a morir en mis brazos, abrió sus labios enrojecidos e hinchados para susurrarme las palabras de mi brutal sentencia:
“Podías haber elijo la libertad de una vida sin ataduras, pero elegiste la esclavitud de la venganza”
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