KRAKATOA
I
Era una de tantas noches. Las calles oscuras, solitarias cuando cae el sol, miraban sorprendidas a un individuo que vagaba bajo la tenue y parpadeante luz de las pocas farolas que aún permanecían intactas. La lluvia arreciaba con fuerza sobre los viejos edificios, amontonados uno al lado del otro: pequeños, sucios, simétricamente repugnantes. El sonido incesante de las miles de gotas que caían de un cielo amenazador estrellándose contra esta frustrante arquitectura era la única compañía de aquel hombre.
Y aquel hombre era yo. Solitario, una vez más, caminaba bajo el aguacero como si nada hubiera ocurrido, sin sospechar que lo acontecido minutos antes desembocaría en mi futura muerte…
Había pasado unas horas en mi casa con una mujer que ya no me satisfacía, por lo que decidí abandonarla. El problema, quizá, fuera que ella estuviera enamorada de mí, pero el caso es que no le sentaron nada bien mis palabras.
Pasaban unos pocos minutos de medianoche cuando me decidí a decírselo. Tras recoger mi gabardina del suelo, y colocarla a los pies de la cama me dirigí a la mesa para servirme una copa de mi mejor whisky. Sandra estaba en la cama, tumbada, fumando su habitual cigarrillo y hablando con alguien por teléfono a pesar de que sabía perfectamente que me ponía enfermo no saber con quién lo hacía. Hablaba continuamente con alguien y nunca me decía con quién, lo cual empezaba a mosquearme, y eso a ella le hacía sentirse mejor.
Quizá por ello no me importó interrumpir la conversación que ella mantenía medio cubierta por las revueltas sábanas de mi cama. Me sorprendí al ver cómo mis palabras fluían con insospechada naturalidad a la vez que me servía la primera copa de la noche. Dándole la espalda, con una frialdad que hasta a mi mismo me produjo escalofríos, le pedí que dejáramos de vernos porque su compañía no me llenaba lo suficiente y la quería demasiado para hacerle daño.
“Mentiroso”, pensaba yo en silencio mientras escuchaba a Sandra despedirse del que yo intuía debía ser su desconocido amante. “Si no sabes nada de ella”. Yo continuaba buscando excusas en mi cabeza para lo que estaba haciendo. “Simplemente la has utilizado para pasar algunas noches y dar envidia a todos esos babosos del “Krakatoa” que matarían por una mujer así. ¿Qué coño te importaba a ti esta tía? El moreno que tanto te gustaba de su piel había desaparecido con el tiempo, quizá por culpa de esta fría y deprimente ciudad.”
Yo sólo sabía su nombre y que aquella mirada de pasionales ojos color miel que tanto me gustaba había dejado paso a una melancólica mirada de tristes destellos de frialdad y pinceladas de verde esperanza; la mirada de alguien que no ama ni su propia vida. Como yo, sólo que yo sí amo mi vida. A la que nunca había amado era a Sandra, y nunca la amaría. Nunca la había querido ni la había tratado de manera especial. Lo único que yo sentía por aquella atractiva joven era un irrefrenable deseo sexual; tan solo la deseaba, pero me importaba una mierda lo que le pasara. Y ahora ya ni en la cama me daba lo que necesitaba. Pero no quería ser un cerdo, al fin y al cabo las mujeres tienen corazón, aunque en ocasiones sea de hielo. Por eso no quería decirle todo lo que os cuento a vosotros.
Pero antes de terminar mis devaneos mentales, volví a la tierra. Sandra llevaba un rato chillándome y yo seguía dándole la espalda, lugar que de pronto sintió cómo se estrellaba el cigarrillo que la mujer que estaba en mi cama sacaba de sus labios como yo la intentaba sacar a ella de mi vida.
Apenas noté algo de ceniza caer por mi espalda, pero fue suficiente para girarme consciente de mi falta de respeto. Parece ser que ella también se había percatado de ese detalle, porque mientras yo me giraba analizando la frialdad de mis palabras, ella se levantó y se acercó a mí estirando hacia atrás su mano derecha con la que me devolvió a mi punto de inicio gracias a un tremendo manotazo en la mejilla derecha, provocando que la mitad de mi copa recién servida cayera sobre el suelo enmoquetado, a punto de manchar mi gabardina que luchaba por mantenerse al borde de la cama sin caer al suelo.
Cuando quise reaccionar ya era demasiado tarde. Había alcanzado su navaja y se abalanzaba sobre mi espalda con la vengativa intención de clavármela sin compasión. Por suerte, mis reflejos evitaron una fatalidad y tan solo me rasgó unos centímetros con un corte bastante superficial.
Aunque no podía quedarme parado viendo como volvía a reunir fuerzas para atacarme de nuevo. Así que dejé la copa con el poco alcohol que no había derramado en el encontronazo con la mujer, saqué mi revolver del cajón y le metí un balazo entre los dos ojos, justo encima de la nariz, fulminando su vida en el acto.
Cuando limpié los desperfectos ocasionados por el desafortunado incidente, envolví su cuerpo en una vieja manta, recogí su ropa, la bajé a la calle y la metí en el maletero. Después me acerqué hasta el río y allí, sorprendido una vez más ante mi frialdad y naturalidad ante lo ocurrido, tiré su cuerpo al agua.
-Adiós Sandra.- Dije mientras pensaba que parecía tener experiencia en eso de lanzar cadáveres al río. Hasta que me di cuenta de que era la segunda víctima que tiraba al agua en lo que llevábamos de año y era… 14 de Febrero desde hacía casi una hora.
“Vaya. Bonito día para matar a tu novia” me decía a mi mismo cuando las luces de un deportivo me deslumbraron mientras frenaba haciendo chillar sus neumáticos. Me cubrí la vista con los ojos, el coche aceleró derrapando y luego giró en dirección al centro. Apenas había recuperado de nuevo la vista tras el deslumbramiento cuando otro vehículo derrapó en la curva siguiendo al anterior. No quise darle mayor importancia, al fin y al cabo en esta ciudad es habitual ver este tipo de situaciones… y otras peores.
Pero centrémonos en nuestra historia. Como decía al principio, la lluvia era ahora mi compañera. Era una lluvia espesa, de esas que provocan una especie de cortina que mi cuerpo rasgaba con cada paso al frente. Había dejado el coche en un aparcamiento céntrico y me dirigía bajo el aguacero al “Krakatoa”, uno de mis locales preferidos.
Cuanto más me acercaba al lugar, más borrachos y peleas veía. Eran cerca de las dos de la madrugada del recién iniciado día de los enamorados. Repugnante fecha llena de corazoncitos y demás pijadas. Por suerte, si hay algo bueno en esta ciudad, a parte de las impresionantes mujeres, es un total desprecio por este tipo de fechas.
En esta ciudad, el amor es bastante pobre, mientras que el sexo es bastante rico en matices, sabores y olores. En esta ciudad, “justicia” es una palabra eliminada del diccionario, mientras que la principal es “venganza”.
Pero no se trata de venganzas por amor, ¡Que va! Se trata de venganzas por orgullo y por lo que algunos denominan, eufemísticamente, “honor”. Es una ciudad sin ley, una ciudad en la que la violencia llega a grados insospechados. La corrupción, la venganza, las drogas y el sexo están a la orden del día.
Por fin llegué al local, donde me esperaba, sin yo saberlo aún, la mujer que ese mismo día acabaría con mi vida…
Y aquel hombre era yo. Solitario, una vez más, caminaba bajo el aguacero como si nada hubiera ocurrido, sin sospechar que lo acontecido minutos antes desembocaría en mi futura muerte…
Había pasado unas horas en mi casa con una mujer que ya no me satisfacía, por lo que decidí abandonarla. El problema, quizá, fuera que ella estuviera enamorada de mí, pero el caso es que no le sentaron nada bien mis palabras.
Pasaban unos pocos minutos de medianoche cuando me decidí a decírselo. Tras recoger mi gabardina del suelo, y colocarla a los pies de la cama me dirigí a la mesa para servirme una copa de mi mejor whisky. Sandra estaba en la cama, tumbada, fumando su habitual cigarrillo y hablando con alguien por teléfono a pesar de que sabía perfectamente que me ponía enfermo no saber con quién lo hacía. Hablaba continuamente con alguien y nunca me decía con quién, lo cual empezaba a mosquearme, y eso a ella le hacía sentirse mejor.
Quizá por ello no me importó interrumpir la conversación que ella mantenía medio cubierta por las revueltas sábanas de mi cama. Me sorprendí al ver cómo mis palabras fluían con insospechada naturalidad a la vez que me servía la primera copa de la noche. Dándole la espalda, con una frialdad que hasta a mi mismo me produjo escalofríos, le pedí que dejáramos de vernos porque su compañía no me llenaba lo suficiente y la quería demasiado para hacerle daño.
“Mentiroso”, pensaba yo en silencio mientras escuchaba a Sandra despedirse del que yo intuía debía ser su desconocido amante. “Si no sabes nada de ella”. Yo continuaba buscando excusas en mi cabeza para lo que estaba haciendo. “Simplemente la has utilizado para pasar algunas noches y dar envidia a todos esos babosos del “Krakatoa” que matarían por una mujer así. ¿Qué coño te importaba a ti esta tía? El moreno que tanto te gustaba de su piel había desaparecido con el tiempo, quizá por culpa de esta fría y deprimente ciudad.”
Yo sólo sabía su nombre y que aquella mirada de pasionales ojos color miel que tanto me gustaba había dejado paso a una melancólica mirada de tristes destellos de frialdad y pinceladas de verde esperanza; la mirada de alguien que no ama ni su propia vida. Como yo, sólo que yo sí amo mi vida. A la que nunca había amado era a Sandra, y nunca la amaría. Nunca la había querido ni la había tratado de manera especial. Lo único que yo sentía por aquella atractiva joven era un irrefrenable deseo sexual; tan solo la deseaba, pero me importaba una mierda lo que le pasara. Y ahora ya ni en la cama me daba lo que necesitaba. Pero no quería ser un cerdo, al fin y al cabo las mujeres tienen corazón, aunque en ocasiones sea de hielo. Por eso no quería decirle todo lo que os cuento a vosotros.
Pero antes de terminar mis devaneos mentales, volví a la tierra. Sandra llevaba un rato chillándome y yo seguía dándole la espalda, lugar que de pronto sintió cómo se estrellaba el cigarrillo que la mujer que estaba en mi cama sacaba de sus labios como yo la intentaba sacar a ella de mi vida.
Apenas noté algo de ceniza caer por mi espalda, pero fue suficiente para girarme consciente de mi falta de respeto. Parece ser que ella también se había percatado de ese detalle, porque mientras yo me giraba analizando la frialdad de mis palabras, ella se levantó y se acercó a mí estirando hacia atrás su mano derecha con la que me devolvió a mi punto de inicio gracias a un tremendo manotazo en la mejilla derecha, provocando que la mitad de mi copa recién servida cayera sobre el suelo enmoquetado, a punto de manchar mi gabardina que luchaba por mantenerse al borde de la cama sin caer al suelo.
Cuando quise reaccionar ya era demasiado tarde. Había alcanzado su navaja y se abalanzaba sobre mi espalda con la vengativa intención de clavármela sin compasión. Por suerte, mis reflejos evitaron una fatalidad y tan solo me rasgó unos centímetros con un corte bastante superficial.
Aunque no podía quedarme parado viendo como volvía a reunir fuerzas para atacarme de nuevo. Así que dejé la copa con el poco alcohol que no había derramado en el encontronazo con la mujer, saqué mi revolver del cajón y le metí un balazo entre los dos ojos, justo encima de la nariz, fulminando su vida en el acto.
Cuando limpié los desperfectos ocasionados por el desafortunado incidente, envolví su cuerpo en una vieja manta, recogí su ropa, la bajé a la calle y la metí en el maletero. Después me acerqué hasta el río y allí, sorprendido una vez más ante mi frialdad y naturalidad ante lo ocurrido, tiré su cuerpo al agua.
-Adiós Sandra.- Dije mientras pensaba que parecía tener experiencia en eso de lanzar cadáveres al río. Hasta que me di cuenta de que era la segunda víctima que tiraba al agua en lo que llevábamos de año y era… 14 de Febrero desde hacía casi una hora.
“Vaya. Bonito día para matar a tu novia” me decía a mi mismo cuando las luces de un deportivo me deslumbraron mientras frenaba haciendo chillar sus neumáticos. Me cubrí la vista con los ojos, el coche aceleró derrapando y luego giró en dirección al centro. Apenas había recuperado de nuevo la vista tras el deslumbramiento cuando otro vehículo derrapó en la curva siguiendo al anterior. No quise darle mayor importancia, al fin y al cabo en esta ciudad es habitual ver este tipo de situaciones… y otras peores.
Pero centrémonos en nuestra historia. Como decía al principio, la lluvia era ahora mi compañera. Era una lluvia espesa, de esas que provocan una especie de cortina que mi cuerpo rasgaba con cada paso al frente. Había dejado el coche en un aparcamiento céntrico y me dirigía bajo el aguacero al “Krakatoa”, uno de mis locales preferidos.
Cuanto más me acercaba al lugar, más borrachos y peleas veía. Eran cerca de las dos de la madrugada del recién iniciado día de los enamorados. Repugnante fecha llena de corazoncitos y demás pijadas. Por suerte, si hay algo bueno en esta ciudad, a parte de las impresionantes mujeres, es un total desprecio por este tipo de fechas.
En esta ciudad, el amor es bastante pobre, mientras que el sexo es bastante rico en matices, sabores y olores. En esta ciudad, “justicia” es una palabra eliminada del diccionario, mientras que la principal es “venganza”.
Pero no se trata de venganzas por amor, ¡Que va! Se trata de venganzas por orgullo y por lo que algunos denominan, eufemísticamente, “honor”. Es una ciudad sin ley, una ciudad en la que la violencia llega a grados insospechados. La corrupción, la venganza, las drogas y el sexo están a la orden del día.
Por fin llegué al local, donde me esperaba, sin yo saberlo aún, la mujer que ese mismo día acabaría con mi vida…
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